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viernes, 30 de noviembre de 2012

La Cinta de Moebius

Este cuento fue escrito en 1975 y publicado por primera vez en el libro Todo el tiempo (EBO, 1982), reeditado por HUM en 2009. Aparece también en Aguas salobres (Minotauro, 1983) y en Nuestro iglú en el ártico (Criatura Editora, 2012).
Se trata de uno de los cuentos más largos de Levrero (quizá una nouvelle) y es, evidentemente, un tour de force. En cualquier caso, uno de los procedimientos más visibles, a lo largo del texto, es el de proliferación o dilatación del tiempo, que aparece por ejemplo en un trabajo más temprano como "El sótano"; acá, un viaje por el Río de la Plata se convierte en una travesía de semanas, llena de historias y de muertes, para que, de una sección a otra del relato, el narrador (hasta aquí un niño de edad prousteanamente indeterminada) nos advierta que
...el barco no había llegado a Europa sino a Buenos Aires, y parece ser que el viaje había durado una sola noche. De cualquier manera yo cuento las cosas tal como sucedieron, y si llegan a chocar incluso con mis conceptciones actuales de la vida, las cosas y el tiempo, solo me queda admitir que he envejecido. Brutal e irreversiblemente. (Todo el tiempo, HUM, p.55)
Esa "dilatación del tiempo" podría pensarse, entonces, como causada por la perspectiva infantil; en efecto, si ciertas distancias espaciales nos parecen inmensas en el recuerdo de una caminata realizada a los cuatro años, al volver a recorrerlas ya de adultos nos puede sorprender lo reducido, lo discreto de la extensión en juego. El procedimiento de Levrero implica trasladar ese asombro de la percepción del espacio a la del tiempo, y en ese sentido -la línea de lectura desde lo infantil, digamos- podemos configurar un sentido más claro para "El sótano".
Sin embargo, la dilatación temporal es retomada al final, con una lógica ligeramente desplazada:
-No sigamos con la farsa, por Dios. No soy ningún muchachito. Hoy me miré al espejo con sentido crítico; debo tener por lo menos cuarenta años.
-Treinta.
-Pongamos treinta y cinco. ¡Dios, Dios, Dios! (p.101)
De alguna manera la vida (entre la niñez y a edad adulta) se le "escapó" al narrador, entre el relato de sus peripecias en el viaje, en París y en la ciudad a la que arriba finalmente, hasta el punto que sus treinta o cuarenta años sólo son percibidos tras una mirada "con sentido crítico". La dilatación del tiempo de lo narrado va aparejada, entonces, a una pérdida. Es decir, hay un tiempo vaciado, hay un vacío, una nada armada por la narración.
"La cinta de Moebius" podría ser leída en relación a las otras ficciones de Levrero que incluyen a París, desde el cuento "Alice Springs" (también en Todo el tiempo) hasta la novela de la "Trilogía Involuntaria" llamada igual que la ciudad. La conexión entre la nouvelle (o cuento largo) que nos ocupa acá y esa novela desplaza la atención hacia la ilegibilidad, en el sentido de cierto efecto -que podemos vincular a la "disonancia congnitiva" de la narrativa slipstream- generado por la construcción de una narrativa que no es posible de representar con una línea causal (no estoy hablando de narrativa lineal en el sentido en el que Pulp Fiction no es lineal: la película de Tarantino puede desarmarse y reordenarse cronológicamente, y la causalidad aparece como respetada siempre), que arma un campo de significados posibles y, de un momento a otro (y varias veces a lo largo del relato) lo rompe. En ese sentido, hay pasajes de París que parecen desafiar la "interpretación" tanto -o más- como los célebres Cantos de Maldoror o Una tirada de dados, de Mallarmé; y en "La cinta de Moebius" irrumpe este pasaje, que construye de inmediato la sensación de extrañeza por partida doble: ante lo que "pasa" en la narrativa y ante la ruptura del tono y la red de connotaciones que veníamos reconociendo:
...Allí me soltaron, frente a un lecho que ocupaba una hermosa mujer en ropa interior. La mujer sonrió, y yo respiré hondo, comenzando a creer que comprendía y a tranquilizarme.
-Hola -dijo, con voz agradable y profunda-. Te estaba esperando -yo miré los adornos de las paredes, los cortinados, colgajos, pinturas antiguas y recargadas; la portátil con pantalla roja, el sofá aterciopelado-. Vamos -dijo-. No estés ahí parado como un maniquí -volvió a sonreír-. ¿Por qué evitas mirarme? ¿No te gusto? -me fui ruborizando y me acerqué, llamado por su mano, que se movía como si tiraran de un hilo. me hizo sentar al borde de la cama. De su cuerpo salía un hálito caliente, un olor especial, algo que me mareaba. Me tomó de las manos-. No estés tan rígido, querido. Nadie quiere hacerte daño. Vamos, ablanda esos músculos (...) Cuando salgas de aquí olvidarás mis palabras -dijo, mezclando esta frase entre otras, acariciantes y suaves-. Pero en realidad no saldrás nunca de aquí. Creerás salir, como en un sueño, pero estarás siempre conmigo en esta pieza, y yo estaré dentro de ti, y tú dentro de mí. Los hombres me llaman Mabel, "ma belle", ¿comprendes? Pero tú habrás de buscar mi nombre verdedero. Hasta el día de hoy -bajó el cierre de mi pantalón, muy lentamente, y con mano cálida se abrió camino hacia mi sexo (...)- Andarás muchos años por el mundo buscándome, me buscarás en cada mujer, y en cada mujer que ames estaré yo un momento; pero sólo un momento. Y estaré dentro de ti todo el tiempo, todo el tiempo, diciéndote tu nombre, empujándote continuamente hacia la vida y hacia la muerte. No tendrás descanso. Me buscarás por el mundo como si yo estuviera en el mundo; y tú estarás aquí todo el tiempo (...) Este es el don que te confiero -dijo, y con un breve movimiento de su muñeca hizo saltar un chorro de semen que recogió en el hueco de su mano. (pp.72-74)
El primer efecto de lectura es, por supuesto, asimilar a la figura de la prostituta con la Sofía de los gnósticos, con el ánima jungiana, con el "eterno femenino" de Goethe. Sin embargo, la escena culmina con un violento cambio de tono:
Bruscamente se levantó de la cama, se limpió la mano en una cortina sucia, encendió una luz central, blanca, que me hería la vista y señaló un renglón de un cartel pegado a la pared; era una lista de precios.
-"Masturbación de un adolescente, diez francos" -leyó, y extendió la mano. (p.74)
El tono cuasimístico de este pasaje, sin embargo, es casi retomado al final:
-Sí -dije-. Sí -y tendí las manos hacia sus pechos. Ella me apartó suavemente.
-Te digo que tengas paciencia -insistió-. Ya verás cómo encontraremos la buena solución.
-Tengo sed...
-Ya encontrarás la fuente inagotable. (p.102)
La oración final sugiere -o no termina de sugerir- una interpretación a gran escala del cuento; esa interpretación, sin embargo, es inasible. El efecto se acerca a la sensación de no haber comprendido: a la sensación de que no es posible comprender. Quizá, como señala el narrador cerca del comienzo, "De cualquier manera yo cuento las cosas tal como sucedieron, y si llegan a chocar incluso con mis conceptciones actuales de la vida, las cosas y el tiempo, solo me queda admitir que he envejecido".

miércoles, 28 de noviembre de 2012

Capítulo XXX


Escrito en 1984, "Capítulo XXX" fue publicado originalmente en la revista argentina Minotauro, en noviembre de 1984. Fue recogido tres años después en el libro Espacios libres (1987, editorial Puntosur), y apareció también recientemente en Nuestro iglú en el ártico (Criatura Editora, 2012).
Es, en mi opinión, una de las obras maestras de Levrero, y uno de los relatos que quizá más fácilmente podrían pensarse como ciencia ficción. Comparte, de hecho, con cuentos como "Las sombrillas", "Aguas salobres" y "El crucificado" cierto clima de ficción postapocalíptica; leemos, por ejemplo, que por alguna razón no especificada buena parte de las mujeres se han vuelto estériles y la civilización ha cambiado drásticamente. Los jóvenes viven separados de los adultos hasta llegar a cierta edad, y comparten cabañas en el bosque y un "caserón" comunal. A la vez, se habla de una isla cuyos habitantes, de vez en cuando, aparecen en la playa y son asesinados, como sucede al comienzo del cuento. Estos pequeños datos van ensamblándose en un universo, pero de manera solapada y sutil. Los acontecimientos centrales de la trama -una extraña planta que crece en la cabaña del protagonista y empieza a alterar el comportamiento de las hormigas y las moscas, que logran aglomerarse para formar seres de forma vagamente humana capaces de tener sexo con las muchachas, la metamorfosis que, es de suponer por influencia de la planta, afecta al narrador-, no son presentados en un contexto de ciencia ficción clásica, con una explicación racional o científica; en ese sentido, hay más de literatura fantástica: algo inexplicable -la planta- irrumpe en la realidad (en ese mundo postapocalíptico, digamos) y altera significamente la vida del protagonista/narrador. El cuento sigue esa peripecia y termina con la conversión del narrador a una suerte de sobrevida vegetal, en la que un gran número de porciones de su cuerpo "germinará" a lo largo de la playa, lo que es presentado como "la verdadera vida".
Las mutaciones del protagonista y la escena de las mosquitas convertidas en una criatura vagamente antropomórfica están entre los grandes momentos del cuento. La vida, la generación, la reproducción, la fertilidad, son conceptos que zigzaguean cerca del eje narrativo del cuento, contribuyendo al clima minucioso, denso y especialmente rico.
Ricardo Strafacce, quien seleccionó el cuento para Nuestro iglú en el ártico, buscó yuxtaponer cuentos de Levrero que se apartasen de la zona de lo cotidiano, de la autorreferencialidad, de la literatura solipsista (tan frecuentada, por otra parte, por la mayoría de los seguidores contemporáneos del maestro uruguayo); la selección -que para un lector montevideano, hay que decirlo, no ha de resultar sorprendente- es muy efectiva en su tarea de iluminar esa otra zona -más fantástica, más de "historias extraordinarias"-, quizá la más fértil y, paradojicamente, la más invisitada. Podría pensarse, siguiendo el ejemplo de Strafacce, en una selección que una esos relatos -ya los he mencionado: "El crucificado", "Aguas salobres"- que bordean la CF de catástrofes, los climas ballardianos, la ficción postapocalíptica. "Capítulo XXX", sin lugar a dudas, sería un gran momento de ese libro -y de cualquier otro que lo incluya, por cierto.

martes, 27 de noviembre de 2012

El sótano



Este cuento fue escrito entre 1966 y 1967 y publicado por primera vez en La máquina de pensar en Gladys (1970). En 1977 apareció en La revista de ciencia ficción y fantasía, de Argentina, y en 1988 fue publicado independientemente por la editorial Puntosur, con ilustraciones de Sergio Kern. Diez años después apareció en la fea reedición a cargo de Arca de La máquina..., y en 2008 Alfaguara volvió a publicarlo, también por separado y ahora ilustrado por Hogue, en una colección con formato infantil-juvenil. En 2010 fue incluido en la reedición de La máquina de pensar en Gladys a cargo de Irrupciones Grupo Editor, y ahora reaparece en Nuestro iglú en el ártico (2012), publicado por Criatura Editora.
Su escritura remeda, en cierto modo, la de ciertos cuentos para niños. Si rastreamos ciertas influencias del primer Levrero, evidentemente el nombre de Lewis Carroll es uno de los primeros en aparecer. Y hay mucho de las dos Alicias en este cuento largo: personajes que aparecen de pronto en la trama y duran lo que se toman en expresar una idea absurda o una contradicción lógica, por ejemplo. Así, encontramos al "Tragafierros" (que guarda en su estómago la llave al sótano, lo que busca el niño protagonista), al Jefe de los Jardineros, un insecto llamado Tito, entre otros. Es fácil comparar este reparto con Tweedledee y Tweedledum, la Oruga, el Gato de Cheshire y los otros personajes de Alicia.
Otro elemento especialmente levreriano es la proliferación del espacio. No sólo la casa abunda en habitaciones sino que el terreno en que se encuentra se agiganta a lo largo del relato. Por ejemplo:

Hace muchos años, muchos, muchos, muchos años, el bosque que está incluido en el jardín de tu casa era muy, muy, muy, muy, muy, muy grande. Se sabe que los bosques muy, muy, muy, muy, muy, muy, muy, muy grandes necesitan guardabosques; entonces, construyeron una casilla y pusieron allí al guardabosques.
Pasó el tiempo, y el bosque fue haciéndose más pequeño, porque los hombres necesitaban madera para construir roperos; la gente había adquirido la costumbre de comprar mucha ropa, y los roperos que había no alcanzaban para guardarla.
Al fin, el bosque se redujo a lo que es hoy, y todo el resto no es más que campo pelado. La casilla del guardabosques quedó, entonces, en medio de un inmenso campo pelado, y el guardabosques tuvo que jubilarse... (Nuestro iglú en el ártico, p.44)
Esta agigantación pasa, hacia el final del relato, al tiempo:
Muchos, muchos años le llevó a Carlitos regresar a su hogar.
Sucede que al salir del aljibe... pero no; esta historia llevaría muchas páginas, tanto tiempo me llevaría escribirla con todos sus detalles que me distraería completamente del asunto del sótano, y envejecería antes de poder retomar el hilo, y quizás muriera antes de poder hacerlo; bástenos entonces con saber que pasaron muchos, muchos años. (p.51)
Se trata, además, de un narrador que contínuamente hace referencias a sus conocimientos de la historia y a las alternativas a la hora de escribirla. Finalmente, el narrador -a través de una repentina modulación a la primera persona- resulta ser el niño protagonista, en el presente mismo de su entrada al sótano. Ese sótano, entonces, podríamos pensarlo como el punto al que tiende el cuento: el presente absoluto de la narración, previo al lenguaje.